Por lo general, el arqueólogo trabaja
en una excavación, un museo o un laboratorio. En la excavación el curro es muy
parecido al de un peón de obra: te levantas al amanecer, curras hasta que hay
luz, si hace frío, te jodes, si hace calor, te jodes aún más, estás la mitad
del tiempo tirado por el suelo rascando la tierra, comiendo polvo y acarreando
carretillas como un condenado. Y todo para seguir un murito de piedra, quitar
un estrato de tierra o a veces para darte cuenta de que allí no hay nada. Es
cuando llevas currando un mes cuando te das cuenta de que, uniendo el trabajo
de todo el equipo, el murito se ha convertido en una casa, en el estrato de
tierra ha aparecido un montón de cerámica chulísima o que, aunque aparentemente
no hay nada, una mancha más oscura en un rincón puede ser una fosa con muerto
dentro. Todas esas cosas, puestas en relación unas con otras, dan como
resultado una o varias teorías o interpretaciones que pueden ayudarnos a
entender mejor un mundo muy distinto al nuestro y prácticamente desaparecido. Es
entonces cuando tu trabajo se vuelve gratificante con la sensación de que has
puesto tu granito de arena en algo muy grande.
Eso sí, nada de látigos, ni sombreros,
ni tías cachondas, ni manadas de moros que excavan mientras tú miras, ni arcas
perdidas, ni stargates. Es lo que hay.
¿Y a qué viene todo esto? Pues fácil:
un día, cuando llegamos al museo, Osbaldo, el abuelete encargado de nuestras
prácticas, nos dijo que en un pueblo de allí cerca iba a haber una campaña de
excavación y que si queríamos participar. Obviamente nosotros dijimos que sí, y
allí que estuvimos tres semanas más felices que nada.
El pueblo se llamaba Vetulonia. Actualmente
es un pueblecito de aire medieval en lo alto de una montaña, dominando toda la
llanura grosetana. Pero 2600 años atrás en el tiempo (mes arriba mes abajo) era
una de las ciudades etruscas más importantes, que controlaba un vasto
territorio y cuyas riquezas hicieron que, a partir de las excavaciones
arqueológicas del siglo XIX, fuera conocida como la ciudad del oro.
Su historia sigue más o menos la línea
de evolución del resto de las ciudades etruscas: al principio (siglo IX a.C.),
había dos pueblos en lo alto de las montañas. Lo único que se conoce de este
momento son las necrópolis, con tumbas que van desde el simple agujerito en el
suelo para el más desgraciao hasta los grandes túmulos con enterramientos
colectivos y ajuares alucinantes. A un cierto punto se abandonan estos dos pueblos
y la peña se va a vivir toda junta a lo alto del monte (siglo VIII a.C.),
naciendo así la ciudad, Vatluna en etrusco. Durante casi dos siglos es la reina
de la fiesta: muchos historiadores romanos la citan en sus obras. Según algunos,
como Silio Itálico y Tito Livio, Roma adoptó aquí sus símbolos de poder: la
silla curul, el fasces del lictor y la toga praetexta. Hasta que la cosa
empieza a ir más floja. Parece que se recupera cuando los romanos destruyen la
ciudad de al lado, llegó incluso a acuñar moneda, pero durante la dominación
romana se convertirá en un centro secundario.
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| Vista del pueblo de Vetulonia. |
En algún momento de la
Edad Media pasó algo curioso: El pueblo en
el que se había convertido Vetulonia cambió su nombre por el de Colonna di
Buriano, perdiéndose completamente la ubicación de la ciudad. Vamos, que cuando
alguien leía en los textos antiguos algo sobre la ciudad, no la sabía
identificar con ninguna población existente todavía. En el siglo XVIII los
historiadores empezaron a darse de bofetadas, cada uno defendiendo una teoría
distinta que identificaba Vetulonia con alguna ciudad (Viterbo, Vulci…). El
combate lo ganó un médico de pueblo y arqueólogo aficionado a principios del
siglo XIX. El colega se puso a excavar como loco por todo el pueblo y
alrededores, encontrando de todo: calles, casas, tiendas, tumbas… Y entre todos
los objetos desenterrados los dos más importantes fueron dos monedas del siglo
III a.C. en las que se leía VATL, abreviatura de Vatluna. El reconocimiento del
mundo académico llegó con el decreto que en 1887 devolvió al pueblecito su
antiguo nombre perdido.
En fin, que me enrrollo. El caso es
que llegamos allí el primer día a eso de las 8:30 de la mañana. Y lo hicimos
bien despiertos a pesar de la hora. Ibon tenía un método infalible para
espabilarte: poner en la radio de su coche rock y heavy a toda pastilla durante
todo el trayecto. Cuando llegamos, Osbaldo nos presentó al grupo de trabajo,
varios chavales bastante jóvenes de una cooperativa de la región de Umbria y
varios voluntarios. Nos acogieron estupendamente (dos pares de manos gratis
nunca vienen mal) y nos empezaron a explicar el panorama.
Hay que decir que el sitio no estaba
nada mal. No era un pelagartal perdido en el culo del mundo, como muchas veces
pasa (ya os contaré alguna experiencia de ese tipo). Estaba a las afueras de la
ciudad, en la zona arqueológica excavada en los años 80, con bastantes árboles
alrededor. El objetivo de nuestra excavación era entender un poco mejor una
zona en concreto. Lo único que se veía era una calzada (carretera de lastras de
piedra) subir la cuesta hasta desaparecer en un terraplén. A un lado parecía
que un muro cortaba dicha calzada, haciéndola más estrecha en ese punto (Eso
para un arqueoloco es guay, porque quiere decir que el muro se hizo después de
la calzada). Se pretendía entender el trayecto de la calzada y a qué se
correspondía ese muro.
| Vista de la estancia que estábamos excavando y un poco más atrás la calzada. |
Empezamos a darle al pico y en esto que a la media hora oigo a Ibon decir con ese acento tan de Bilbao: “¡Anda, una moneta!” ¡El cabrón había descubierto una monedita el primer día de su primera excavación! Si es que cuando alguien es tan grande como él, lo es en todos los campos.
| La "moneta" |
| Diverso material cerámico encontrado los primeros días de trabajo. |
¿Los resultados? Pues bastante
importantes para lo que es el mundillo (A los que estéis fuera del mundillo os
parecerán una mierda, aviso. Tenéis que entender que la perspectiva sobre lo
que mola una cosa es directamente proporcional a los días que te tiras comiendo
tierra). El muro resultó pertenecer a una casa o “domus” que fue destruida por
un incendio (se encontraban trocitos de carbón por todas partes). En la
habitación que se excavó apareció un “dolio” o tinaja grande de cerámica
clavada en el suelo para almacenar alimentos. Estaba enterita y para vaciarla
uno de los voluntarios se tuvo que meter dentro. Por desgracia, en su interior
sólo había restos de tejas y carbones, nada del otro mundo.
| El dolio cuando acababa de aparecer. |
| Al día siguiente... |
| Y finalmente excavándolo. |
Ahí acabó la campaña en la que nosotros participamos, pero luego hubo otras a las que no pudimos ir por distintos motivos. Y fue una faena, porque la cosa se puso bastante interesante. Al lado del dolio que encontramos aparecieron los restos de otros dos, la sala resultó que conservaba el pavimento original, el muro tenía casi un metro de altura conservado y hasta restos del estuco de las paredes, algo bastante raro. Los trabajos siguen adelante poco a poco, teóricamente habrá una nueva campaña de excavación antes de Navidad. Si participo ya os enterareis por el canal habitual.
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| La excavación un año después. |
Hasta aquí vuestra primera lección de arqueología. Espero no haber sido muy plasta. ¡Muy pronto más y mejor, que estoy que lo regalo!


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