domingo, 30 de septiembre de 2012

Una tierra nueva

Junio de 2009, Salamanca, facultad de filología. El director del master me dice que me han aceptado para hacer las prácticas en el museo arqueológico de Grosseto… ¿Y eso donde carajos está?

2 de septiembre de 2009, estación de tren de Grosseto. Son las 4 de la tarde, hace un calor de narices y llevo en el cuerpo un viaje de avión de dos horas desde Barcelona y otro en tren de hora y media desde Pisa, todo ello acompañado de un mochilón, la maleta, la mochila y el zurrón (Consejo: siempre que podáis, viajad ligero…). La estación es pequeñaza, varios turistas, algún rumano malencarado, un par de pobres… Lo típico. Más perdido que un piojo en un culo, salgo a la calle buscando a Michele, mi compañero de piso. He alquilado una habitación que encontré en una página de Internet solo por un mes. No me molaba la idea de alquilar algo sin haberlo visto antes, pero bueno, siendo solo un mes, si salía bien genial y si salía mal, es solo un mes.

La estación de Grosseto.

Encuentro al muchacho… médico, 33 años, de Bari. Vamos a casa en su coche, menos mal que ha venido a buscarme porque está al otro lado de Grosseto. Primera impresión de la ciudad… muy normalita, sin nada especial, más grande de lo que me esperaba y ni rastro de un centro histórico ni nada que se le parezca. ¿Pero esto no es la Toscana? ¡¡ Dónde están las villas, los caminos bordeados de cipreses, los campos de girasoles, los viñedos!!

La casa resulta ser un apartamento de dos pisos, en un barrio residencial nuevo a las afueras de la ciudad, tranquilo y a quince minutos andando del centro. Mi parte de la casa es el segundo piso, con una habitación algo pequeña, un baño y una peazo cacho de terraza. Las vistas no es que sean nada del otro jueves, pero mola tener todo ese espacio. Hasta hay un par de tumbonas y una mesa.

Las vistas desde mi megaterraza.

Lo primero que hago en mi nuevo hogar es ir a la compra. Michele me lleva a un Eurospin, una especie de Lidl, que es lo más cercano y barato, en medio de un polígono. Lo curioso es que para llegar tenemos que pasar por un descampado donde han puesto un circo ambulante que tiene a los animales en corrales. ¡Hay hasta un elefante! Los siguientes días será muy bizarro eso de pasar al lado de cebras, llamas y paquidermo con las bolsas de la compra. Y será gracias a este circo y sus animalillos que empiezo a ver como funcionan aquí los servicios públicos, sobretodo el de limpieza. El circo se fue al cabo de unos días, pero la mierda de los bichos se quedó y nadie la recogió en ningún momento. Y mira que Dumbo echaba unas bostas como cabezas. Pues allí que seguían cuatro meses después, debajo de un árbol (Y no exagero, cada vez que pasaba por allí en coche me fijaba).

Cuando la nevera estuvo llena, Michele, muy majete el hombre, me llevó a dar una vuelta por el centro. ¡Por fin! Un centro histórico, con sus monumentos, su catedral y, sobretodo, su museo, que era donde iba a currar. El centro me pareció muy mono, separado del resto de la ciudad por unas murallas impresionantes, las calles peatonales, alguna iglesia, un par de plazas chulas (en una de ellas estaba el museo) y tranquilo… demasiado tranquilo. Vamos que eran las nueve de la noche y allí no había ni Dios por la calle. Fue entonces cuando empecé a sospechar que no iba a tener muchas opciones de fiesta en esta tierra.

Y por supuesto, no falto el momento Frisi. Resulta que en este sitio la cárcel sigue estando en medio de la ciudad, un edificio pequeñito y bastante lúgubre, que te encuentras nada más atravesar la muralla. Parecía la prisión de los cliks, hasta el punto de que había gente en la calle hablando con presos que se asomaban entre las rejas de las ventanas. Hasta aquí nada sorprendente, y menos para un nativo de Carabanchel, que eso lo lleva viendo desde crío. Lo que me llamó la atención fue que, después de estar hablando en italiano todo el día, me di cuenta de que a estos les entendía más que bien. Y tanto, eran sudamericanos y hablaban en español.

La cárcel de Grosseto.

De vuelta a casa me fui directo a la habitación, deshice las maletas, hice la cama y me asomé a la terraza. La noche era fresca, no se oía ningún ruido, sólo los grillos y (no es coña) un barrito del elefante. A lo lejos, muy pequeñito, el campanario de la catedral iluminado destacaba entre las siluetas de los edificios. Empezaba una nueva fase y la cosa de momento pintaba bastante bien. Cierto, tenía que ponerme a buscar una casa, ir al museo y enterarme de en qué consistirían mis prácticas, pero el buen ánimo lo tenía y con eso se llega a todas partes. Más difícil que en Inglaterra no lo iba a tener así que si pude con aquello…

Y en estas estaba, con mis movidas mentales, cuando noté un pinchazo en el cuello. Me di un golpe con la mano y fue entonces cuando descubrí otra de las muchas y encantadoras facetas de esta tierra: los mosquitos tigre.

martes, 4 de septiembre de 2012

La Toscana olvidada.

¡Ya estoy por aquí otra vez!

En mi blog anterior cometí un error bastante gordo: empecé a hablar de la Maremma sin explicar antes qué narices era eso y en cierto modo, el blog se quedó cojo. Pues bien, para solucionarlo vamos a dedicar el primer post a eso mismo, a localizarnos un poco en el espacio tiempo, y a la vez tendréis un pequeño resumen de lo que os encontraréis por aquí en un futuro no muy lejano.

El año pasado, la sección de viajes de El País propuso a los lectores que les enviaran artículos escritos por ellos para luego elegir uno y publicarlo. Yo envié el mío, pero no tuve suerte, así que lo reciclo y lo publico aquí, porque yo lo valgo jejeje. Ya os podéis imaginar de lo que habla. Eso sí, el estilo es un poco distinto al que suelo utilizar, bastante más formal (yo suelo ser más cachondo jejeje). Pues lo dicho, ¡empezamos!:

Cuando se habla de la Toscana, a la gente le suelen venir a la cabeza las grandes ciudades monumentales de Pisa y Florencia, las colinas de Siena o el vino Chianti. Todas ellas razones muy válidas para visitar esa maravillosa tierra, pero muy pocas veces se va más allá. Grave error, que hace que nos perdamos uno de los rincones más bonitos e interesantes de Italia: la Maremma.

Esta franja de tierra paralela al Tirreno, a caballo entre la Toscana y el Lazio, encuentra su núcleo principal en la ciudad de Grosseto. Pequeña y tranquila, parece protegerse del mundo tras las imponentes murallas que rodean su centro histórico. En él, además del imprescindible duomo, encontramos el Museo Archeologico e d’Arte della Maremma, en el que la cerámica, las armas, el oro y el marfil nos cuentan la historia del pueblo etrusco, dueño del territorio antes de la llegada de Roma. Dejaos impresionar por la gran sala de las estatuas, en la que os encontraréis cara a cara con los primeros emperadores romanos y sus familiares, de cuyas ajetreadas vidas nos habló Robert Graves en su “Yo, Claudio”.

Sala de las estatuas del Museo Archeologico e d'Arte della Maremma.

Entorno a la ciudad, la región nos ofrece mil posibilidades para excursiones de un día. Hacia el sur los pueblos de Pitigliano y Sorano nos reciben con sus casas colgadas sobre precipicios en medio de bosques y viñedos. Después, para recuperar fuerzas, nada mejor que un baño en Saturnia, Petriolo o cualquiera de las numerosas fuentes termales naturales (y gratuitas) que se encuentran por todo el territorio. O si no, escaparnos al monte Argentario, la antigua isla unida al continente por dos lenguas de tierra, y disfrutar de su preciosa laguna o del atardecer desde lo alto de la montaña.

Panorámica del pueblo de Pitigliano.

Termas naturales de Saturnia.

Hacia el norte encontramos el pequeño burgo de Massa Maritima, dominado por la torre de su impresionante catedral gótica construida en mármol blanco y negro. Cerca de allí podemos acercarnos a las ruinas de una enorme abadía cisterciense, San Galgano, que yace en medio del paisaje como el esqueleto de un gigante derribado.  

Catedral de Massa Maritima

Pero si lo que nos interesa es alejarnos del ruido y del ritmo rápido de la ciudad, entonces lo mejor es aprovechar la gran riqueza natural presente en la Maremma. Porque, por fortuna y a diferencia de lo ocurrido en otros muchos sitios, el cemento ha respetado este pequeño trazado de costa, rico en flora y fauna. Lo demuestra una de las reservas naturales más importantes de la Toscana, el Parco dell’Uccellina. Estas montañas paralelas al mar, con un paisaje muy parecido al de nuestra Doñana, en el que los bosques de pinos se alternan con marismas y playas kilométricas de arena blanca, sirve de refugio al jabalí y la vaca maremmana.

Parque natural dell'Ucellina.

En definitiva, un lugar en el que naturaleza, historia y paisaje se encuentran, olvidado por muchos pero que gracias a ello ha conservado su autenticidad,  y al que siempre se querrá volver.